Ariadna Welter y Guillermo Álvarez Bianchi
Esta popular incursión del actor y productor Abel Salazar causó una cierta revolución en el género de horror aun más allá de las fronteras mexicanas; de hecho, el titular (y contenidamente rijoso) Germán Robles puede haber sido el primer chupasangre colmilludo de la historia del cine --sí, antes que el mismísimo Christopher Lee, al parecer--; pero, desde su estreno hasta estas fechas, la más o menos maquillada y disfrazada versión de Dracula que estamos comentando no ha dejado de envejecer, apergaminando sus fotogramas sobre la torpeza (definitiva) de una concepción/ejecución no exenta de instantes potencialmente inquietantes. Aparte algún que otro susto innegablemente efectivo, la peripecia gótica de una caperucita redundantemente virginal (Welter, la beata novia virgen de Archibaldo de la Cruz) de visita en la ya asolada propiedad de su anciana tía ofrece la disyuntiva de un par de lobos (el donjuanesco Salazar siendo el real, que el Conde se esconde en el bosque de la doncella), la cruel belleza de una fantasmal Carmen Montejo en lascivia enlutada, y un sentido del humor y una sensación de intriga gratos mientras duran... y si el espectador se apresta a vadear el tópico y el ridículo en pos de un encanto más secreto que discreto.