Protagonizado por la sensual Karme Málaga, este sorprendente
ejercicio metalingüístico resulta muy interesante, sobre todo cuando se halla
en el centro de una virtual autobiografía ficticia post-mortem, a través de la
cual Augusto M. Torres reconstruye una estética propia a la vez que se reafirma
en su libertario aliento. Filmada entre el documental y el melodrama erótico,
la película es un laxo juego de simetría dialéctica, cuyo exquisito diseño (no
exento de puntuales errores o desencuentros que no
podemos dejar de lamentar) sirve además para un comentario sobre la necesaria
conservación de la herencia cinematográfica de la península --por si fuera
poco. Se trata, en suma, de un título cuya inquietante poética, unas veces a lo
Lewis Carroll y otras a lo Nabokov, se desliza demasiado infrecuentemente entre la
inteligencia empañada de unos fotogramas que no terminan de encontrar su
verdadero destino, pero que en su mejor momento --la técnica especular, los
diversos materiales de archivo, la abstracción misteriosa y eterna-- bastan
para reconfigurar la filosofía del productor de la legendaria Arrebato (1980) y
su imaginería de sensacionalismo latente pero legítima (y ocasionalmente
fascinante) sensibilidad plástica.
viernes, 26 de julio de 2013
domingo, 7 de julio de 2013
Gun Fury (1953)
Ésta, probablemente una de las más
entretenidas y satisfactorias historias del Oeste dirigidas por Raoul Walsh,
fue también una de las producciones que consolidaron la reputación de Rock
Hudson como un actor confiable, de respetable (si debatible, al menos todavía
entonces) registro. Aquí como luego en Giant (1956), la épica que supuso su
consagración definitiva absoluta, desarrolla, aunque con trazos muchísimo más
gruesos, el papel de un joven y muy próspero ranchero, pero con las tendencias
pacifistas de Gregory Peck en The Big Country (1958); hacia el final de la cinta, su
perfil se complicará y lo emparentará con los antihéroes del género encarnados
por un crepuscular Jimmy Stewart en tantas colaboraciones con Anthony Mann.
Pronto a contraer matrimonio con Donna Reed, caen ambos en las garras de Frank
Slayton, un cuatrero supuestamente más infame que Jesse James o Billy the Kid.
La incesante acción de esta auténtica (empero ajustada) pieza moral y
psicológica es fotografiada por Walsh en un estilo directo que extrae la poesía
inherente al western, y el guión escrito a cuatro manos remarca la excelencia
de tal pureza y simplicidad. Observen el sumamente plausible subtexto
homoerótico entre el traicionero Phil Carey (Slayton) y
su lugarteniente Leo Gordon, y a Lee Marvin, por aquellos días brillantísimo
secundario, en otro perfecto desempeño de zafio heavy.
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