Protagonizado por la sensual Karme Málaga, este sorprendente
ejercicio metalingüístico resulta muy interesante, sobre todo cuando se halla
en el centro de una virtual autobiografía ficticia post-mortem, a través de la
cual Augusto M. Torres reconstruye una estética propia a la vez que se reafirma
en su libertario aliento. Filmada entre el documental y el melodrama erótico,
la película es un laxo juego de simetría dialéctica, cuyo exquisito diseño (no
exento de puntuales errores o desencuentros que no
podemos dejar de lamentar) sirve además para un comentario sobre la necesaria
conservación de la herencia cinematográfica de la península --por si fuera
poco. Se trata, en suma, de un título cuya inquietante poética, unas veces a lo
Lewis Carroll y otras a lo Nabokov, se desliza demasiado infrecuentemente entre la
inteligencia empañada de unos fotogramas que no terminan de encontrar su
verdadero destino, pero que en su mejor momento --la técnica especular, los
diversos materiales de archivo, la abstracción misteriosa y eterna-- bastan
para reconfigurar la filosofía del productor de la legendaria Arrebato (1980) y
su imaginería de sensacionalismo latente pero legítima (y ocasionalmente
fascinante) sensibilidad plástica.
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