La más conocida adaptación fílmica de la cuarta novela de Thomas Hardy (también autor de Tess of the d'Urbervilles y Jude the Obscure) es un vibrante lienzo que no ha perdido un ápice de enigmática pasión y de subjetividad humana. En medio de las a su vez impredecibles (y desaforadas) emociones de la naturaleza --la costa sur-oeste inglesa y su extensa campiña desapacible, para ser más precisos--, la narrativa se concentra en cuatro personajes delineados con exactitud de demiurgo: Gabriel Oak (Alan Bates), un granjero que mata a sangre fría a su perrito ovejero (por ocasionar la trágica pérdida de todo su redil) pero eventualmente resulta el más ecuánime e ingenioso de los caracteres; William Boldwood (Peter Finch), agricultor próspero y felizmente laborioso, hasta que sucumbe al inexplicable hechizo de Bathsheba Everdene (Julie Christie), flamante granjera, mujer coqueta e inconquistable; y Frank Troy (Terence Stamp), el galante sargento que ofrece a Bathsheba la tentación de su propia vanidad.
El director John Schlesinger, quien muy pronto realizaría Midnight Cowboy (1969), controla todos los aspectos de la producción en ejemplar manera. Su detallada observación del paisaje salvaje y social, vía la densa fotografía de Nicolas Roeg y el trabajo de su conspicuo cuarteto estelar, nos llama la atención especialmente. Hay un halo constante pero nada forzado, espontáneo diríase, de fatalidad en esta historia de seres diminutos cuyas mezquindades ocultan ciertas virtudes que los engrandecen, en el inmanente entorno de una creación divina tan desapercibida como majestuosa, tan arcana como inconmovible. Mientras el guión de Frederic Raphael hace lo posible por transmitir la ardua multidimensionalidad del libro de Hardy, encontramos aun más digna de elogio la labor de Stamp, cuyo donjuanesco rol no recibió apenas la guía de un absurdamente hostil Schlesinger, resentido con Metro-Goldwin-Mayer por haberle impuesto un actor diferente del que deseaba como Troy. La verdad es que Stamp eleva no solamente a su personaje, sino que le otorga a la película misma una cualidad de misterio, de otredad, que jamás tendría de no ser por el etéreo (o demoníaco) protagonista de Teorema (1968) y The Hit (1984). Piensen en Troy interpretado por Christopher Jones, o inclusive por Michael Caine o Peter O'Toole.
Por otro lado, Bates y, especialmente, Finch llevan a cabo composiciones de esmerado realismo y, en el caso del segundo, de una vulnerabilidad que alcanza las notas patéticas exigidas. Christie es también efectiva, si acaso perjudicada en algo por lo absolutamente irracional de la intriga amorosa que gira alrededor de ella. ¿Es que no existe otra mujer que pueda compararse con Bathsheba a la mano de hombres favorecidos por la bonanza material como Boldwood? De hecho, éste empieza a sufrir reveses económicos casualmente (¿?) después de poner a la joven --en la novela, al menos-- en un pedestal. Sin embargo, el fallo, la razón por la cual la feminidad de Bathsheba no es lo suficientemente poderosa como para que el espectador se sienta menos distanciado, más involucrado en las cuitas de Boldwood y en el conflicto afectivo en general que incluye además a Oak y Troy no reside en la actuación de Christie (ni en su luminosidad, por supuesto, por muy '60s que sea) sino en el guión y en el equivocado lugar de Bathsheba como imagen inescrutable aunque divorciada de los fenómenos naturales, es decir, como una persona mirada superficialmente y sin introspecciones que nos la hagan apreciada --como lo es, por motivos más allá de nuestra inteligencia, por sus pretendientes--. Far from a Madding Crowd provoca, en este sentido, un comentario suntuoso acerca de lo arbitrariamente frágiles que podemos ser los hombres, no sólo los de la Inglaterra victoriana, y de los peligros acechando tras cada una de nuestras renuncias furtivas. Pero es, quizá, más lograda (por ser menos difícil de expresar) la ilustración casi de Cruikshank pincelada por Schlesinger sobre el destino de la pequeña Fanny Robin (Prunella Ransome). Terminemos anotando, junto con la filoerótica escena de potencia sablista a cargo de Stamp, el adecuado soundtrack musical firmado por Richard Rodney Bennett para un film digno de recomendación. 5/5