jueves, 23 de julio de 2015

Far from the Madding Crowd (1967)


La más conocida adaptación fílmica de la cuarta novela de Thomas Hardy (también autor de Tess of the d'Urbervilles y Jude the Obscure) es un vibrante lienzo que no ha perdido un ápice de enigmática pasión y de subjetividad humana. En medio de las a su vez impredecibles (y desaforadas) emociones de la naturaleza --la costa sur-oeste inglesa y su extensa campiña desapacible, para ser más precisos--, la narrativa se concentra en cuatro personajes delineados con exactitud de demiurgo: Gabriel Oak (Alan Bates), un granjero que mata a sangre fría a su perrito ovejero (por ocasionar la trágica pérdida de todo su redil) pero eventualmente resulta el más ecuánime e ingenioso de los caracteres; William Boldwood (Peter Finch), agricultor próspero y felizmente laborioso, hasta que sucumbe al inexplicable hechizo de Bathsheba Everdene (Julie Christie), flamante granjera, mujer coqueta e inconquistable; y Frank Troy (Terence Stamp), el galante sargento que ofrece a Bathsheba la tentación de su propia vanidad.

El director John Schlesinger, quien muy pronto realizaría Midnight Cowboy (1969), controla todos los aspectos de la producción en ejemplar manera. Su detallada observación del paisaje salvaje y social, vía la densa fotografía de Nicolas Roeg y el trabajo de su conspicuo cuarteto estelar, nos llama la atención especialmente. Hay un halo constante pero nada forzado, espontáneo diríase, de fatalidad en esta historia de seres diminutos cuyas mezquindades ocultan ciertas virtudes que los engrandecen, en el inmanente entorno de una creación divina tan desapercibida como majestuosa, tan arcana como inconmovible. Mientras el guión de Frederic Raphael hace lo posible por transmitir la ardua multidimensionalidad del libro de Hardy, encontramos aun más digna de elogio la labor de Stamp, cuyo donjuanesco rol no recibió apenas la guía de un absurdamente hostil Schlesinger, resentido con Metro-Goldwin-Mayer por haberle impuesto un actor diferente del que deseaba como Troy. La verdad es que Stamp eleva no solamente a su personaje, sino que le otorga a la película misma una cualidad de misterio, de otredad, que jamás tendría de no ser por el etéreo (o demoníaco) protagonista de Teorema (1968) y The Hit (1984). Piensen en Troy interpretado por Christopher Jones, o inclusive por Michael Caine o Peter O'Toole.

Por otro lado, Bates y, especialmente, Finch llevan a cabo composiciones de esmerado realismo y, en el caso del segundo, de una vulnerabilidad que alcanza las notas patéticas exigidas. Christie es también efectiva, si acaso perjudicada en algo por lo absolutamente irracional de la intriga amorosa que gira alrededor de ella. ¿Es que no existe otra mujer que pueda compararse con Bathsheba a la mano de hombres favorecidos por la bonanza material como Boldwood? De hecho, éste empieza a sufrir reveses económicos casualmente (¿?) después de poner a la joven --en la novela, al menos-- en un pedestal. Sin embargo, el fallo, la razón por la cual la feminidad de Bathsheba no es lo suficientemente poderosa como para que el espectador se sienta menos distanciado, más involucrado en las cuitas de Boldwood y en el conflicto afectivo en general que incluye además a Oak y Troy no reside en la actuación de Christie (ni en su luminosidad, por supuesto, por muy '60s que sea) sino en el guión y en el equivocado lugar de Bathsheba como imagen inescrutable aunque divorciada de los fenómenos naturales, es decir, como una persona mirada superficialmente y sin introspecciones que nos la hagan apreciada --como lo es, por motivos más allá de nuestra inteligencia, por sus pretendientes--. Far from a Madding Crowd provoca, en este sentido, un comentario suntuoso acerca de lo arbitrariamente frágiles que podemos ser los hombres, no sólo los de la Inglaterra victoriana, y de los peligros acechando tras cada una de nuestras renuncias furtivas. Pero es, quizá, más lograda (por ser menos difícil de expresar) la ilustración casi de Cruikshank pincelada por Schlesinger sobre el destino de la pequeña Fanny Robin (Prunella Ransome). Terminemos anotando, junto con la filoerótica escena de potencia sablista a cargo de Stamp, el adecuado soundtrack musical firmado por Richard Rodney Bennett para un film digno de recomendación. 5/5

   

sábado, 11 de julio de 2015

The Big Doll House (1971)

Pam Grier y Kathryn Loder

El primer episodio en una bilogía de cintas carcelarias (women in prison movies) plasmadas por el maestro de la serie B ("el Howard Hawks del exploitation", lo ha llamado Tarantino) Jack Hill, The Big Doll House presenta a un grupo de mujeres jóvenes en sus ansias de libertad dentro de una cárcel perdida en la selva de Manila. Tomando el punto de vista de una flamante residente (Judy Brown), Hill nos descubre las relaciones de poder en ese microcosmos necesariamente sensacionalista: en la celda de las protagonistas, se halla la comprometida novia de un guerrillero (Pat Woodell), en permanente conflicto con la guardia principal (Loder). Pero en el mismo grupo encontramos a una patética heroinómana (Brooke Mills), una rubia frustrada por la abstinencia sexual (Roberta Collins), una feminista fiera y hermosa como una pantera (Grier), y una chica con su gatito (Gina Stuart).

  
Lo cierto es que "Grear" --la diosa descubierta por Hill en su primer rol sustancioso, canción titular incluida-- abusa física y emocionalmente de Mills, su pareja, y de Brown, y que el deliciosamente sádico, enclenque marimacho interpretado por Loder no consigue hacernos olvidar su aun más disfrutable madama en la (Pam aparte, obviamente) atroz Foxy Brown (1974) --secuela no-oficial de la absolutamente grandiosa Coffy. También puede constatarse la falta de impulso dramático en trama y personajes durante la primera mitad del metraje, decididamente morosa y letárgica. No obstante, el director se las arregla para establecer una red psicológica entre las respectivas vulnerabilidades de sus actrices aun desde el inicio, y las escenas se perfilan mucho mejor en todo sentido conforme va aproximándose hacia el final. No sólo eso, sino que además Hill nos hace recordar, mejor, experimentar nuevamente la cruda naturalidad exclusiva de un cine de bajo presupuesto privilegiado en virtud de su capacidad teatralmente evocadora. Acción, suspenso y cierto comentario social (en un producto que se basta a sí mismo como entretenimiento exotista, donde hasta la secretamente perversa alcaidesa es atractiva), con instantes de cierto humor a cargo del habitual Sid Haig, caracterizan a esta obra irregular pero que vaya si toma puerto, que juega según las reglas hasta que las trasciende en la medida de lo posible, originando curiosos ecos diacrónicos de piezas tan viriles --aunque similarmente fantásticas-- como The Dirty Dozen y Rambo. 3/5


(¿Es Haig el Marcello del exploitation cinema?)


(Veramente...)