El ambicioso proyecto
de representar cinematográficamente la continental gesta libertaria de José
Gabriel Condorcanqui, el Inca Tupac Amaru II, llegó a las salas con resultados
desiguales. Recuerdo que fue, no obstante, un filme que me impresionó mucho
cuando lo vi a muy corta edad. Ciertamente, la
figura irónicamente crística del gran revolucionario --dadas las tensiones que
tan frecuentemente subraya el guión del director Federico García entre la fe
católica y las creencias precolombinas-- se inicia en la puesta en escena
misma, que provee un marco dentro del cual no hay escapatoria posible a la
traición de los socios más allegados a la empresa del héroe, que así aparece
todavía más idealista que un Emiliano Zapata soledoso en su albo corcel;
continúa hasta el “Canto coral” compuesto por Alejandro Romualdo, sobre
imágenes más sumarias aun que el injusto y diabólico proceso judicial llevado a
cabo en nombre de Dios, imágenes incluso infinitamente icónicas que, como las
del descuartizamiento del Inca, encontrarían un desarrollo dramático menos
tenue, mucho más presente en alguna producción televisiva paralela aún en
nuestra memoria.
Sin embargo, pese a que el oportuno “Canto” es un remate en sí
emotivo, nada mejor al final que la interpretación o encarnación providencial
(diríase) de Tupac Amaru a cargo de Reynaldo Arenas, un hombre de la escena encontrando
ante nuestros ojos su rol irremplazable en el ecran; fíjense por ejemplo en la
manera en que el Inca maniobra las hojas de coca, tan meticulosa como expresiva
y poderosa, un detalle que pinta al personaje en un instantáneo cuadro lleno de
profundidad impresionante. Por lo demás, la cinta sufre de cierto didactismo y malograda
vocación definitoria, intentando abarcar tanto que la edición y la fotografía
no saben si tomar el sendero de la distante crónica histórica o el de la
narración biográfica en comunión con el ser humano y su íntimo destino. 3.5/5
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