Nota: Pulgares abajo ante otro atropello al
cliente de los multicines Cineplanet. En su local de Lince (Cineplanet Risso),
los ujieres que limpiaron la sala al final de la sesión de las 8:40 p.m.
de ayer sábado primero encendieron la luz contigua a la pantalla mientras yo me hallaba
escuchando la música de los créditos de cierre, cuya imagen enceguecida acaso
mostró o no alguna escena sorpresa después del logotipo de Lionsgate. El caso
es que estas personas decidieron ignorar mi solitaria presencia de espectador
dedicado a la película y ajeno a la masa ausente cuyos estropicios de canchita
y gaseosa trajinaban insensibles, irresponsables contribuyentes de la piratería
en este país que así encuentra una razonable justificación (entre tantas otras)
para su continuidad.
Persuadido definitivamente por la inclusión
de esta pieza en el Top 10 de Jeremy Jahns, asistí a un espectáculo
revisionista, de un humor macabro que no espanta la sensación de casi
metafísica tristeza o pesar a causa del devenir del género humano, al cual por
otro lado trata de auscultar en sus miedos más mitológicos y sus flaquezas
menos presentables de un modo que trascienda su propia naturaleza de artefacto
de consumo popular para el fin de semana --algo que logra en buena medida, aunque
sin la perspectiva suficiente sobre la cual hacer posibles mayores contrastes
reflexivos y oportunos debates de sobremesa. Los
consumidores de canchita que me acompañaron, por ejemplo, dudo mucho que hayan
podido asimilar adecuadamente la densidad de su trama entre las conversaciones
telefónicas y los cuchicheos absurdos de siempre. En el nivel del espectador
vulgar, pues, la película pierde su efectividad de instrumento inteligente
debido a que es demasiado abstrusa u oblicua, y su impostergable crítica del
medio se vuelve contra ella misma a la manera en que Natural Born Killers
desapareció en la sátira que proponía de la cultura contemporánea de la
violencia. Sin embargo, claro, se trata de un trabajo notable, especie de
superado Scream posmodernista afecto a Lovecraft y los engendros infernales de
George A. Romero o Lucio Fulci, y consciente de la paranoia global del Big
Brother orwelliano que ha remplazado la Guerra Fría con estertores
apocalípticos de The Truman Show, una pesadilla diseñada desde cuyo título se
ironiza acerca de un género cinematográfico hecho de conspicuas matanzas texanas
con sierra eléctrica y también campamentos menos enjundiosos donde las vírgenes
sobreviven un viernes (que no martes) 13, y de antecedentes tan remotos como la
casita confitada de Hansel y Gretel. Y no olvidemos al lobo feroz. (De hecho,
los realizadores implican a una criatura enigmática como es el unicornio en la
abigarrada galería de monstruos que se nos ofrece con aires totalizantes. Qué
diría Deckard.)