Sería bueno mencionar con más frecuencia que el director de
The Godfather es un autor bastante interesante en el género de horror. Ya a
principios de los sesentas, su Dementia 13 revelaba una voluntad de
originalidad y un instinto revitalizador. No sería casualidad que, en los
noventas, Bram Stoker’s Dracula (que bien, y más fielmente, podría haberse
intitulado Francis Coppola’s Dracula) supusiese el bautismo de sangre fresca requerido
por un medio que avanzaba a pasos cada vez más frenéticos --técnicamente, si
hemos de ser precisos. No será, entonces, difícil de entender por qué esta
pequeña pieza de su producción (que, después del presupuesto de Dracula, se
inscribe en la línea más modesta de Dementia) es una obra sumamente personal.
Intentando exorcizar ciertos demonios de su biografía --para ser exactos: su sentimiento de culpa debido a la trágica muerte de uno de sus hijos en un
accidente náutico--, Coppola recurre a su genio narrativo para confeccionar un
poema visual que rinde todo el homenaje a Poe ausente en la (nunca más
inoportunamente) ordinaria (y mal llamada) The Raven. En su fase de Elvis gordo
(o quizá el Morrison de L.A. Woman le sea una imagen menos vanidosa), Val Kilmer es un alter ego acaso demasiado reminiscente de
Brando. En otra sensible actuación, Kilmer protagoniza un relato básicamente gótico,
abierto por el realizador en un experimento estilístico apreciablemente
exitoso. La fascinante Elle Fanning es una versión rubia de Virginia Clemm, la
niña-mujer de pelo negro cuervo, labios rojo sangre y piel blanca nieve; su
historia combina, además, los tormentos de la Casa Usher con los de Fortunato
el emparedado.
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